lunes, 25 de noviembre de 2013

Reseña de "El orden del discurso", de Michel Foucault

EL ORDEN DEL DISCURSO: PROCEDIMIENTOS QUE DETERMINAN
EL CONTROL DISCURSIVO Y ALGUNAS PAUTAS DE ANÁLISIS
Jhon Monsalve
Foucault, M. (2008). El orden del discurso. Barcelona: GRAFOS.
Imagen tomada de internet
En 1970 Michel Foucault lee “El orden del discurso” como acto inaugural del cargo que ahora ocuparía sucediendo al filósofo francés Jean Hyppolite en la Cátedra de Historia de los Sistemas de Pensamiento. De una manera metafórica y haciendo uso de un lenguaje filosófico valora el trabajo del filósofo anterior y lo evoca tanto al inicio como al final de su ponencia. En las primeras páginas, hace alusión a una voz que pareciera precederlo, y en los últimos párrafos, relaciona tal evento con las ideas y propuestas de Jean Hyppolite. Lo interesante es que en medio de estas referencias hay un trabajo analítico profundo sobre lo que ha caracterizado al discurso a través de la historia. Foucault, en la medida en que desarrolla sus argumentos, trata ciertos temas en concordancia con los rasgos discursivos y con el análisis propiamente del discurso, pero en todo momento hace una relación constante entre este acto y el poder, la sumisión y la exclusión.
En la primera parte, el autor deja clara la tesis que sostendrá durante todo el texto y que, grosso modo, consiste en reconocer que hay ciertos procedimientos que hacen del discurso un conjuro de poderes y peligros. Para ello, centra su atención en los procedimientos de exclusión, que abarcan, en primer lugar, lo prohibido. En definitiva, lo que se argumenta es que no todo puede decirse y que tal prohibición es más recurrente en los campos de la sexualidad y la política: “Uno sabe que no tiene derecho a decirlo todo, que no se puede hablar de todo en cualquier circunstancia, que cualquiera, en fin, no puede hablar de cualquier cosa” (p. 14). El segundo principio de exclusión es la dicotomía entre razón y locura. En este apartado se explica históricamente cómo los que no tenían el poder discursivo en la sociedad medieval y aun así se expresaban eran considerados locos, y aquellos que especificaban los motivos de la locura a partir del discurso prestablecido eran los que razonaban.  El último principio de exclusión es la contraposición entre lo verdadero y lo falso. En este punto, Michel Foucault hace una contextualización histórica sobre el concepto de verdad que, a través del tiempo y del cambio cultural, ha ido variando. En primera medida, era considerado como verdadero todo discurso proferido con una suerte de componentes estilísticos, pero con Platón, se dejó a un lado tal sentencia y la verdad llegó a ocupar el cuerpo de todo discurso expresado fuera del poder y del lenguaje sofista. Luego de hacer algunas referencias históricas del siglo XVI al XIX sobre el concepto de verdad en relación con la tendencia del saber, afirma que de los tres procedimientos de exclusión el que, tal vez, abarque a los demás sea este último. El autor concluye el apartado haciendo alusión a que la voluntad de expresar el discurso verdadero es propia del deseo y del poder y, por lo tanto, esta voluntad tendría como propósito la exclusión.
Ahora Michel Foucault centra su atención en los procedimientos internos del discurso que, de igual manera, ejercen control en él. El primero de ellos es el comentario que, directamente relacionado con los dichos populares, se configura como eje de los rituales políticos, religiosos y  culturales. El comentario permanece, va y vuelve; lo que lo hace renovable es su capacidad de retorno. El segundo factor es el autor entendido no como quien escribe el texto, sino como “principio de agrupación del discurso, comunidad y origen de sus significaciones, como foco de su coherencia” (p. 30). Esta definición engloba aquellos actos discursivos como las conversaciones cotidianas, en las cuales el autor se reduce o se transforma, tal cual lo afirma Foucault, en el origen de las significaciones. Después de estas referencias, y en aras de explicar otro principio de limitación discursiva, expone los rasgos comunes, a través de la historia, de lo que se considera la disciplina. En primer lugar, opone este último concepto al de comentario y al de autor, debido a que la disciplina, por una parte, no permanece y no se repite, y, por otra, por el hecho de que está al servicio del que quiera hacer uso de ella. De este apartado Foucault concluye que, para que una proposición haga parte de una disciplina, es necesario que permanezca en la verdad. Al respecto, complementa que un discurso puede ser verdadero, pero no estar en la verdad; pone el ejemplo de Mendel que, aunque decía la verdad, no fue considerado con la importancia que merecía en su tiempo, por el hecho de que no estaba en la verdad de lo que, entonces, se creía. 
Un procedimiento más que podría controlar el discurso es el que determina las condiciones de su uso. De este modo, los hablantes deben comprender y aceptar ciertas reglas que son impuestas por convención para que el acto discursivo se lleve a cabo. Foucault denomina ritual a los signos y componentes proxémicos y cinésicos, propios del discurso, y asocia tal acto a las doctrinas religiosas, filosóficas y políticas. Estas doctrinas, que tienden a la difusión y a la definición recíproca de la cantidad invaluable de sujetos, no pueden considerarse sociedades del discurso, debido a que el número de individuos de estas últimas son limitados y, por lo tanto, el discurso, tal cual lo afirma el autor, puede circular y transmitirse.
Paso seguido, Michel Foucault, partiendo de que en el discurso se ponen en juego los signos, considera que este acto está, por tanto, al servicio del significante. Por tal razón y teniendo en cuenta los párrafos anteriores, pretende basar sus propuestas como sucesor de Jean Hyppolite en el replanteamiento de la voluntad de verdad, de la restitución del discurso como acontecimiento y, finalmente, de la posibilidad de borrar la soberanía del significante.
Lo anterior lleva consigo unas exigencias. La primera de ellas es el trastocamiento, concerniente al reconocimiento del juego negativo de un corte y de una rarefacción del discurso, que lo haría, por siguiente, menos denso. Junto a esta búsqueda de menor densidad, aparece la discontinuidad discursiva, que configura el discurso como una práctica en constante yuxtaposición con otras del mismo estilo. Por lo tanto, la búsqueda de una menor densidad no logrará la continuidad o el silencio discursivo. Otra exigencia es la especificidad, entendida como el rasgo que hace del discurso una “violencia que se ejerce sobre las cosas” (p. 53), y no un cómplice de nuestro conocimiento. El último de estos principios es la exterioridad, que consiste en el enfoque de las condiciones externas que producen el discurso; de ningún modo, se refiere al propósito de estudiar el núcleo o el interior del acto discursivo.
A renglón seguido, el autor expone cuatro nociones que pueden regular el análisis discursivo: el acontecimiento, la serie, la regularidad y la condición de posibilidad.  Luego de relacionarlas con la historia de las ideas, vuelve al concepto de discontinuidad para describir de qué manera el instante y el sujeto determinan acontecimientos distintos, a causa de una suerte de azar. Al respecto, concluye que los discursos podrían ser considerados como “series regulares y distintas de acontecimientos”, en relación constante con el pensamiento y caracterizadas por la materialidad, el azar y lo discontinuo.
Michel Foucault retoma la exigencia del trastocamiento, especificada ahora como la acción que pretende cercar la delimitación o las formas de exclusión. Para ahondar en este principio de análisis, centra su atención en el tercer sistema de exclusión expuesto en las primeras páginas del documento: lo verdadero y lo falso. Otra vez contextualiza históricamente algunos eventos en torno a este tema, y hace lo mismo con conceptos ya expuestos, tales como: el autor, el comentario y la disciplina. Todo lo anterior va encaminado a lo que se denomina los procedimientos de control discursivo y a las descripciones críticas y genealógicas, entendidas, respectivamente, como el señalamiento de los principios de producción o de exclusión y como el intento de captar el discurso en su poder de afirmación o negación de proposiciones falsas o verdaderas. Así las cosas, el autor pretende explicar el análisis del discurso no como una continuidad de sentido o como una supremacía del significante, como lo había expuesto arriba, sino como el acto que “saca a relucir el juego de la rareza impuesta con un poder fundamental de afirmación” (p. 68).
Finalmente, Michel Foucault ofrece los créditos correspondientes a los filósofos en los cuales se basó para formular las ideas expuestas en “El orden del discurso”. Entre ellos, están Dumézil, Canguilhem y Jean Hyppolite. A este último, que es también a quien sucede en el cargo de la Cátedra de Historia de los Sistemas de Pensamiento, es a quien más se refiere con profundo agradecimiento por el legado y los aportes filosóficos que dejó a la academia y, en especial, a esta cátedra.
Tal vez queden muchas cosas por decir. Lo cierto es que las propuestas que presenta Foucault rompen, de cierta manera, los enfoques que consistían más en el reconocimiento del discurso como un acto de monarquía sígnica interna y no como un hecho en el que se hallan inmersas ciertas acciones de poder que tienden a la sumisión, no solo discursiva, sino también social. Un análisis del discurso realizado a partir de los acontecimientos, de la discontinuidad y del azar es un indicio de comprensión del sistema de poder que subyace en cada acto discursivo.

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